18 febrero 2015, http://www.rebelion.org Rebelión (México)
Pronto la OEA deberá elegir nuevo secretario general. Sin embargo,
ni siquiera el único candidato, el canciller uruguayo Luis Almagro, anticipa el
próximo futuro de la organización, pese a que más de la mitad de los países
miembros le han prometido el voto. “Los únicos números que cuentan son los del
día de la elección, o sea que tenemos que esperar al 18 de marzo”, declaró hace
unos días. No obstante, ese es el menor de los problemas. Las incertidumbres de
la pasada elección parecen olvidadas; Almagro no tiene contrincante y goza del
buen nombre que da haber sido canciller de José Mujica.
La cuestión más
relevante no es quién será electo, sino cómo él prevé enrumbar los cambios que
la OEA requiere, y si está preparado para reunir fuerzas y dirigir la tarea.
Porque las circunstancias han cambiado mucho y repetir las anteriores
actuaciones conllevaría un fiasco probablemente irreparable.
Hace apenas once años,
Estados Unidos aún capitaneaba esa nave ‑- su nave -‑ como quien
surca un lago de
rosas. En la 34ª Asamblea General hizo elegir al ex presidente Miguel Ángel
Rodríguez, de Costa Rica, como asunto de rutina. Pero el siguiente año
Rodríguez renunció al cargo, acusado en su país de corrupción. Y tras lo que
enseguida ocurrió, Washington ya no pudo ignorar que en la región nada volvería
a ser como antes, incluso en el organismo panamericano.
En 2005, al repetir la
elección, hubo tres candidatos: en primer término el ex presidente Francisco
Flores, de El Salvador, a todas luces el preferido del Departamento de Estado.
Además, el canciller Ernesto Derbez, del conservador gobierno mexicano. Y
asimismo José Miguel Insulza, canciller de un gobierno socialista a la chilena.
Flores no logró consenso ni en el grupo centroamericano y debió hacer mutis
(con lo cual a Estados Unidos no le fue del todo mal, ya que al cabo también él
iría a la cárcel por corrupción).
Quedaron dos: Derbez, ostensiblemente favorecido por
el más poderoso miembro de la entidad, e Insulza, quien ‑- sin que esa fuera la
intención de su gobierno -‑ pasó a representar la indocilidad de América
Latina. Aunque Washington invirtió todos sus recursos diplomáticos, cinco
rondas de votación quedaron en empates. Finalmente Derbez desistió y algunos
personeros latinoamericanos negociaron con el Departamento de Estado la
aceptación de Insulza.
Si bien Estados Unidos
había perdido la facultad de gobernar la OEA a su gusto, Latinoamérica aún tuvo
que cabildear el reconocimiento de la mayoría democrática que ella representa.
Sin que todavía existiesen la Unasur ni la Celac, aquel fue un punto de viraje,
aunque algunos de sus protagonistas no lo percibieran.
Tratándose de un
organismo con sede en Washington, que desde su origen opera gracias al subsidio
económico norteamericano y que padece una grave hipertrofia burocrática, el
secretario Insulza buscó ganar la confianza de sus anfitriones, atender la
administración de la casa y ‑- lo más complicado -‑ sortear diez años
políticamente difíciles; no solo por la emersión de una nueva época en América
Latina y sus relaciones con Estados Unidos, sino por la subsiguiente
contraofensiva regional de las derechas.
Durante el período hubo
fuertes atentados a la democracia y peligrosas tiranteces entre países de la
región: golpes reaccionarios en Honduras y Paraguay e intentonas golpistas en
Venezuela y Ecuador, así como tensiones militares entre Colombia y estos dos
países; además, las ambiguas conductas norteamericanas acerca de cada uno de
esos hechos.
La respuesta de la OEA
a tales acontecimientos resultó floja,
para decir lo menos. Solo la intervención de algunas personalidades
latinoamericanas, y la irrupción de las primeras gestiones políticas y
diplomáticas de la Unasur impidieron que la suma de todo ello degenerase en
situaciones comparables a las de ciertas áreas del norte africano.
Ello obliga a preguntar
cuál ha de ser el papel de la OEA en una región que ya no volverá a ser la
misma y donde aún están por aflorar otros retos no menos riesgosos, ni menos
prometedores. Sobre todo después de que la Unasur y la Celac ya han asumido sus
propios papeles y de que ‑- gracias a la segunda -‑ la exclusión de Cuba se
canceló.
Esta es la parte
medular de la situación de la cual Luis Almagro deberá hacerse cargo, si el
próximo 18 de marzo queda como prevemos.
¿Qué tiene y puede
aportar la OEA que le falte a esas otras dos organizaciones? Solo la presencia
de Estados Unidos y Canadá y, en esa medida, la posibilidad de subsistir como
un foro de diálogo y acuerdos entre los gobiernos del Norte y los del Sur del
Continente. A nivel de cancilleres regularmente, a nivel de las áreas temáticas
que se convenga, y a nivel de cumbres de mandatarios cuando se considere que
hay materia y disposición para realizarlas provechosamente.
Vistas desde este
enfoque, todas las demás dependencias, atribuciones y costos de la OEA están de
más. Es decir, para que ella pueda darse una función propia reconocida y
aceptada es preciso podarla, reorganizarla y trasladarla a una ubicación
geográfica más anfictiónica, esto es, más equilibradamente universal que la que
Washington DC ‑con su pesada carga semántica‑ puede ofrecer.
Lograrlo será el papel
del próximo secretario general, si asume el cargo para desempeñarlo
significativamente, como líder y organizador de esa transformación. Pero si lo
acepta para repetir el modelo de sus antecesores será un fiasco, poco honroso
para él ni su país, y nada útil para ese organismo continental.
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