19 febrero 2015, Cuba Debate Círculo de Periodistas Cubanos contra
el Terrorismo http://www.cubadebate.cu (Cuba)
Se ha convertido un lugar común decir, a propósito de la
muerte del fiscal Alberto Nisman, que “cosas como éstas solo ocurren en la Argentina”.
Una nota aparecida en la página de opinión de The New York Times del martes 10 de febrero abona la supuesta verdad
contenida en esa afirmación que, como era de esperar, fue reproducida y
agigantada hasta extremos indecibles por la prensa hegemónica y los intereses
del bloque oligárquico imperialista empeñado en acelerar, también en la
Argentina, un “cambio de régimen” sin tener que atenerse a los plazos y nimiedades
establecidas por la Constitución y la legislación electoral. Y decimos supuesta
porque si hay algo que enseña la historia comparada contemporánea es que casos
como el de Nisman: muertes sospechosas, imposibles de certificar si fueron
suicidios o asesinatos, no son infrecuentes en las principales democracias del
mundo. Casos que, casi invariablemente, se archivaron rápidamente señalando
causas y culpables de menos que improbable verosimilitud.
En lugar de sermonear a los argentinos por el caso
Nisman, The New York Times podría hacerle un servicio a su país si investigase
seriamente el asesinato de John F. Kennedy o el de otros connotados personajes
de la política norteamericana que murieron bajo
asombrosas circunstancias, para
decirlo con benevolencia. La forma en que se investigó y se cerró el caso de
JFK con el Informe Warren que dictaminó que Lee H. Oswald actuó en solitario
para matar a JFK y herir al gobernador Connally, y que Jacob Rubenstein (a)
Jack Ruby, un conocido hampón y narcotraficante de Dallas, hizo lo mismo al
matar a Oswald dos días después en la propia comisaría. Pocas cosas
contribuyeron tanto al descrédito del sistema judicial de Estados Unidos como
ese informe refrendado por la Corte Suprema de ese país. El NYT, que con tanto
entusiasmo adhirió a la absurda teoría de que había armas de destrucción masiva
en Irak, haría bien en tratar de develar las razones y consecuencias de una
mentira que costó millones de vidas, heridos y gentes desplazadas; o de
ilustrar a sus lectores qué ocurrió con Osama bin Laden, cuya supuesta muerte
en mayo del 2011 quedó sellada en las profundidades del océano Indico mientras
un espectro de sospechas corroe hasta el tuétano la credibilidad de la Justicia
y el gobierno de Estados Unidos, lo mismo que los macabros misterios –cada vez
menos herméticos y más cuestionados– que rodean los sospechosos atentados del 11S.
La lista sería tan extensa que necesitaríamos una
página simplemente para enumerar las principales muertes de altos funcionarios
o personas muy allegadas al poder político en Estados Unidos. Tomemos el caso
de dos ex directores de la CIA. William Colby lo fue entre
1973 y 1976, falleció en 1996 mientras hacía una solitaria excursión en canoa
en un río cercano a su domicilio en Maryland. Colby duró poco en su cargo; no era muy bien visto por
sus colegas en la Agencia porque sentía que algunos de sus “agentes operativos”
(vulgo: killers) gozaban de demasiadas prerrogativas y desconfiaba de los
verdaderos propósitos de algunas de sus operaciones secretas. Otro ex director
de la CIA, William J. Casey, dirigió la agencia entre 1981 y el año de su
muerte, 1987, sirviendo en tal calidad durante casi todo el período
presidencial de Ronald Reagan. Casey, un fundamentalista católico, carecía de
los escrúpulos que llevaron a su predecesor a sufrir un fatal accidente
náutico. Pero tuvo mala suerte también él, porque falleció pocas horas antes de
testificar en el Congreso sobre la criminal operación IránContra y también
sobre la intervención de la CIA en el reclutamiento y organización de los
mujaidines afganos bajo el liderazgo de Osama bin Laden. La versión oficial,
apta sólo para ingenuos incurables, es que Casey padecía de un extraño tumor
cerebral que de la noche a la mañana se agravó hasta privarlo del habla y, un
par de días después, despacharlo al otro mundo. Otro caso interesante es el del
senador republicano John Tower, que a mediados de los setenta presidió junto
con el demócrata Frank Church un comité que examinó el papel de la CIA en el
golpe de Estado de Chile de 1973. En el curso de la investigación se descubrió
que la CIA estaba desarrollando una pistola altamente sofisticada que podía
eliminar enemigos políticos inoculándoles bacterias o gérmenes letales mediante
el disparo de un rayo ultracongelado que penetraba en el organismo de la
víctima sin que ésta fuera consciente de ello. Tower murió en un accidente de un pequeño avión de línea
regional. Otro desafortunado fue
Vincent Foster, un amigo y consejero del presidente Clinton, que supuestamente
se suicidó en 1993. La investigación estuvo plagada de irregularidades,
incomprensibles en el caso de un sujeto tan cercano a la familia presidencial,
nacido y criado en el mismo pueblo en Arkansas. Un informe señala que llamó al
celular de Hillary Clinton unas pocas horas antes de su muerte. El caso se catalogó
como suicidio y asunto concluido.
Como vemos, el NYT tiene una lista de temas bastante
extensa para preocuparse, además del caso Nisman. Si cruzamos el Atlántico las
cosas no mejoran. Uno de los incidentes más resonantes de los últimos tiempos
es el del notable científico británico y autoridad reconocida en el tema de la
guerra bacteriológica: David Christopher Kelly. Había sido inspector de la ONU
en Iraq en aquella búsqueda absurda de las supuestas armas de destrucción
masiva y que todos sabían que no estaban allí. Kelly fue llamado a testimoniar
ante el Comité de Asuntos Exteriores del Parlamento Británico y se produjo un
áspero debate en donde refutó inapelablemente la postura de los secuaces
parlamentarios del primer ministro Tony Blair, íntimo aliado de las mentiras y
crímenes de George W. Bush. Dos días después, y en medio de la conmoción que
habían producido sus declaraciones, Kelly apareció muerto. La información
oficial dijo que se había suicidado, y a diferencia de lo ocurrido hasta ahora
con Nisman, la comisión parlamentaria dirigida por Lord Hutton resolvió, luego
de una pericia más que superficial, archivar todos los elementos probatorios
del caso (incluyendo la autopsia y las fotografías del cadáver) y resguardarlos
como material clasificado por un plazo de 70 años. Este sí es un caso de
“encubrimiento” que debería despertar las iras de tantos políticos argentinos
que con total irresponsabilidad apelan a esa figura jurídica, aunque demuestran
su incoherencia, o mala fe, cuando se cuidan de aplicarla a quienes conspiraron
para encubrir “la pista siria” y la “conexión local”, también involucrados en
el criminal atentado de la AMIA y, no olvidemos, de la Embajada de Israel, de
la cual sorprende lo poco que se habla.
Podríamos seguir con este listado: mencionemos sólo
otros dos en suelo europeo. El del papa Juan Pablo I, que entra en esa misma
categoría de crímenes irresueltos, aunque un pesado manto de silencio impidió
que se investigara tan exhaustivamente como ocurriera con JFK. Otro: Olof
Palme, asesinado en las escalinatas de una calle céntrica de una ciudad segura
y tranquila como Estocolmo, sin haberse jamás hallado al magnicida cuando en
Suecia hasta el ratero más insignificante es aprehendido por las fuerzas
policiales en menos que canta un gallo.
De lo anterior se desprende que el discurso que
proclama una suerte de aberrante “excepcionalismo” argentino carece de
fundamento. Por supuesto, esto no equivale a minimizar la gravedad de la muerte
del ex fiscal o a cerrar los ojos ante la impericia con que actualmente se está
investigando el caso Nisman; o no investigando la muerte de los 10 bomberos en el
harto sospechoso incendio de Iron Mountain en Barracas, entre tantas otras
causas que merecerían la minuciosa investigación de nuestros fiscales. Pero,
por favor, terminemos con eso de que estas cosas sólo pueden ocurrir en la
Argentina.
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