10
noviembre 2013, La
Jornada http://www.jornada.unam.mx
(México)
Noam Chomsky
Durante
el más reciente episodio de la farsa de Washington que ha dejado atónito al
mundo, un comentarista chino escribió que si Estados Unidos no puede ser un
miembro responsable del sistema mundial, tal vez el mundo deba separarse del
Estado rufián que es la potencia militar reinante, pero que pierde credibilidad
en otros terrenos.
La fuente
inmediata de la debacle de Washington fue el brusco viraje a la derecha que ha
dado la clase política. En el pasado se ha descrito a Estados Unidos con cierto
sarcasmo, pero no sin exactitud, como un Estado de un solo partido: el partido
empresarial, con dos facciones llamadas republicanos y demócratas.
Ya no es
así. Sigue siendo un Estado de un solo partido, pero ahora tiene una sola
facción, los republicanos moderados, ahora llamados nuevos demócratas (como la
coalición en el Congreso ha dado en designarse): existe una organización
republicana, pero hace mucho tiempo que abandonó cualquier pretensión de ser un
partido parlamentario normal. El comentarista conservador Norman Ornstein, del
Instituto Estadunidense de Empresa, describe a los republicanos actuales como
una insurgencia radical, ideológicamente extremista, que se burla de los hechos
y de los acuerdos, y desprecia la
legitimidad de su oposición política: un
grave peligro para la sociedad.
El
partido está en servicio permanente para los muy ricos y el sector corporativo.
Como no se pueden obtener votos con esa plataforma, se ha visto obligado a
movilizar sectores de la sociedad que son extremistas, según las normas
mundiales. La locura es la nueva norma entre los miembros del Tea Party y un
montón de otras agrupaciones informales.
El establishment
republicano y sus patrocinadores empresariales habían esperado usar esos grupos
como ariete en el asalto neoliberal contra la población, para privatizar,
desregular y poner límites al gobierno, reteniendo a la vez aquellas partes que
sirven a la riqueza, como las fuerzas armadas.
Ha tenido
cierto éxito, pero ahora descubre con horror que ya no puede controlar a sus
bases. De este modo, el impacto en la sociedad del país se vuelve mucho más
severo. Ejemplo de ello es la reacción violenta contra la Ley de Atención
Médica Accesible y el cierre virtual del gobierno.
La
observación del comentarista chino no es del todo novedosa. En 1999, el
analista político Samuel P. Huntington advirtió que para gran parte del mundo
Estados Unidos se convertía en la superpotencia rufiana, y se le veía como la
principal amenaza externa a las sociedades.
En los
primeros meses del periodo presidencial de George Bush, Robert Jervis,
presidente de la Asociación Estadunidense de Ciencia Política, advirtió que a
los ojos de gran parte del mundo el primer Estado rufián hoy día es Estados
Unidos. Tanto Huntington como Jervis advirtieron que tal curso es imprudente.
Las consecuencias para Estados Unidos pueden ser dañinas.
En el
número más reciente de Foreign Affairs, la revista líder del establishment,
David Kaye examina un aspecto de la forma en que Washington se aparta del
mundo: el rechazo de los tratados multilaterales como si fuera un deporte.
Explica que algunos tratados son rechazados de plano, como cuando el Senado
votó contra la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidades en
2012 y el Tratado Integral de Prohibición de Ensayos Nucleares en 1999.
Otros son
desechados por inacción, entre ellos los referentes a temas como derechos laborales,
económicos o culturales, especies en peligro, contaminación, conflictos
armados, conservación de la paz, armas nucleares, derecho del mar y
discriminación contra las mujeres.
El
rechazo a las obligaciones internacionales, escribe Kaye, se ha vuelto tan
arraigado que los gobiernos extranjeros ya no esperan la ratificación de
Washington o su plena participación en las instituciones creadas por los
tratados. El mundo sigue adelante, las leyes se hacen en otras partes, con
participación limitada (si acaso) de Estados Unidos.
Aunque no
es nueva, la práctica se ha vuelto más acentuada en años recientes, junto con
la silenciosa aceptación dentro del país de la doctrina de que Estados Unidos
tiene todo el derecho de actuar como Estado rufián.
Por poner
un ejemplo típico, hace unas semanas fuerzas especiales de Estados Unidos
raptaron a un sospechoso, Abú Anas Libi, de las calles de Trípoli, capital de
Libia, y lo llevaron a un barco para interrogarlo sin permitirle tener un
abogado ni respetar sus derechos. El secretario de Estado John Kerry informó a
la prensa que esa acción era legal porque cumplía con las leyes estadunidenses,
sin que se produjeran comentarios.
Los
principios solo son valiosos si son universales. Las reacciones serían un tanto
diferentes, inútil es decirlo, si fuerzas especiales cubanas secuestraran al
prominente terrorista Luis Posada Carriles en Miami y lo llevaran a la isla
para interrogarlo y juzgarlo conforme a las leyes cubanas.
Sólo los
estados rufianes pueden cometer tales actos. Con más exactitud, el único Estado
rufián que tiene el poder suficiente para actuar con impunidad, en años
recientes, para realizar agresiones a su arbitrio, para sembrar el terror en
grandes regiones del mundo con ataques de drones y mucho más. Y para desafiar
al mundo en otras formas, por ejemplo con el persistente embargo contra Cuba
pese a la oposición del mundo entero, fuera de Israel, que votó junto con su
protector cuando Naciones Unidas condenó el bloqueo (188-2) en octubre pasado.
Piense el
mundo lo que piense, las acciones estadunidenses son legítimas porque así lo
decimos nosotros. El principio fue enunciado por el eminente estadista Dean
Acheson en 1962, cuando instruyó a la Sociedad Estadunidense de Derecho
Internacional de que no existe ningún impedimento legal cuando Estados Unidos
responde a un desafío a su poder, posición y prestigio.
Cuba
cometió un crimen cuando respondió a una invasión estadunidense y luego tuvo la
audacia de sobrevivir a un asalto orquestado para llevar los terrores de la
Tierra a la isla, en palabras de Arthur Schlesinger, asesor de Kennedy e
historiador.
Cuando
Estados Unidos logró su independencia, buscó unirse a la comunidad
internacional de su tiempo. Por eso la Declaración de Independencia empieza
expresando preocupación por el respeto decente por las opiniones de la
humanidad.
Un
elemento crucial fue la evolución de una confederación desordenada en una
nación unificada, digna de celebrar tratados, según la frase de la historiadora
diplomática Eliga H. Gould, que observaba las convenciones del orden europeo.
Al obtener ese estatus, la nueva nación también ganó el derecho de actuar como
lo deseaba en el ámbito interno. Por eso pudo proceder a librarse de su
población indígena y expandir la esclavitud, institución tan odiosa que no
podía ser tolerada en Inglaterra, como decretó el distinguido jurista William
Murray en 1772. La avanzada ley inglesa fue un factor que impulsó a la sociedad
propietaria de esclavos a ponerse fuera de su alcance.
Ser una
nación digna de celebrar tratados confería, pues, múltiples ventajas:
reconocimiento extranjero y la libertad de actuar sin interferencia dentro de
su territorio. Y el poder hegemónico ofrece la oportunidad de volverse un
Estado rufián, que desafía libremente el derecho internacional mientras
enfrenta creciente resistencia en el exterior y contribuye a su propia
decadencia por las heridas que se inflige a sí mismo.
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El libro
más reciente de Noam Chomsky es Power Systems:
Conversations on Global Democratic Uprisings and the New Challenges to U.S.
Empire. Interviews
with David Barsamian (Conversaciones
sobre levantamientos democráticos en el mundo y los nuevos desafíos al imperio
de Estados Unidos). Chomsky es
profesor emérito de lingüística y filosofía en el Instituto Tecnológico de
Massachusetts en Cambridge, Mass., EU.
(c) 2013, Noam Chomsky
Traducción:
Jorge Anaya
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