29 agosto 2014, Rebelión http://www.rebelion.org
(México)
Znet/Consortium News
Traducido del inglés para
Rebelión por Germán Leyens
¿Apoyaría EE.UU. cualquier tipo de "hitlerismo"
en el esfuerzo del Departamento de Estado para convertir las clases políticas
antirrusas de Europa Oriental en modelos de perfección de relaciones públicas
que no puedan ser criticados, ni siquiera suavemente?
Fue francamente desconcertante ver al senador John
McCain, republicano por Arizona, abrazando al
líder del partido Svoboda, de
extrema derecha, antisemita, pro fascista, en diciembre pasado. Fue inquietante
saber de los elementos neonazis que suministraron la “fuerza” para la verdadera
toma del poder de Maidan el pasado mes de febrero (Newsnight de BBC fue uno de los pocos importantes medios occidentales
que se atrevieron a cubrir abiertamente ese hecho).
Lo más inquietante de todo ha sido el muro de un grado
casi soviético erigido de alguna manera por los medios occidentales dominantes
contra cualquier mención crítica del componente de extrema derecha de la
historia de Ucrania en 2014, haciendo que cualquier pensamiento semejante fuera
digno de ridículo en las páginas de opinión del New York Times durante
la primavera pasada.
Lo más cómico fue la publicación en mayo de 2014 en
el Times de un artículo de opinión editorial (obviamente
escrito por encargo), programado por el Departamento de Estado, de la candidata
presidencial ucrania Yulia V. Timoshenko que cita a Churchill
escribiendo a Roosevelt “Dadnos los instrumentos, nosotros terminaremos la
tarea”, explayándose sobre “la justa y abierta democracia que es el mayor
legado de EE.UU. al mundo”.
Esto, de la política de extrema derecha que poco antes
había expresado pensamientos genocidas hacia los millones de ciudadanos
rusohablantes de su país, y quien fue, durante su período como primera
ministra, una devota de primera clase del líder fascista durante la guerra,
Stepan Bandera, cuya
organización mató a decenas de miles (muchos historiadores
hablan de cientos de miles) de ciudadanos polacos y judíos basándose en su
etnia, en la ofensiva arianista a favor de un Estado étnicamente puro, basado
precisamente en el modelo nazi.
Fue por lo tanto refrescante leer en el Times del
sábado pasado un informe que contenía, aunque enterrada hacia el final, una
sola línea informando a los lectores de que “una milicia activa en la campaña
militar del gobierno de Kiev conocida como Azov, que se apoderó de la aldea de
Marinka, enarbola como bandera un símbolo neonazi que se parece a una
esvástica”. Al contrario, el periódico londinense Daily Telegraph,
de centro derecha, publicó el lunes todo un informe titulado “La brigada
neonazi que combate contra los separatistas pro rusos”, incluyendo la
observación de que las fuerzas neonazis que son utilizadas por el gobierno
ucranio para las tareas militares más pesadas “deberían causar escalofríos en
la espina dorsal de Europa”.
Ese es el meollo de lo que se oculta a tantos lectores
occidentales, especialmente estadounidenses. Putin –a pesar de todo su
autoritarismo, tendencia antidemocrática y revanchismo– no es la causa del
enigma ucranio (aunque ciertamente lo explota). Existe una genuina división en
Ucrania entre un oeste dominado por nacionalistas y un este rusohablante.
Cualquiera que haya viajado por el país os dirá que
esos “rusos” del este, y dondequiera se les encuentre, preferirían vivir en un
país del tipo de la Unión Europea que en un país del tipo ruso. ¿Cuál entonces
es el problema? No quieren vivir en un Estado dominado por ultranacionalistas
que es antirruso en un sentido arianesco de los años 40 de ucranianismo étnica
y lingüísticamente puro. A eso prefieren el Estado de modelo ruso.
Ahora esos valores antirracistas, incluyendo la
veneración de la alianza anglo-estadounidense-soviética que derrotó a Hitler, y
el desdén hacia las sociedades basadas en modelos de pureza racial, son de
hecho valores estadounidenses. Pero esa afinidad entre valores occidentales y
orientales nunca podría advertirse en la avalancha de información de Guerra
Fría II que se nos suministra.
A propósito, algunos informes occidentales que
caricaturizan el uso por la prensa putinista de la palabra “fascistas” para
describir a los nacionalistas ucranios no aprecian el uso coloquial ruso cuando
se refiere no necesariamente a matones enarbolando esvásticas sino incluso a la
alta sociedad que estima a gente como Bandera y a otros fascistas nazistas de
la Segunda Guerra Mundial como míticos “combatientes por la libertad” que deben
ser honrados por el Estado en nombres de calles, estatuas, museos, etc.
Eso no quiere decir que los aliados de EE.UU. entre
los nacionalistas ucranios occidentales sean todos pro fascistas. No lo son.
Pero existen dos temas prominentes que van más allá de Ucrania y que cubren
toda Europa oriental “antirrusa”, particularmente los nuevos Estados miembros
de la OTAN y de la UE.
El primero es la aceptación despreocupada de
elementos, simbolismo e ideología neonazis como parte de una corriente
dominante supuestamente centrista. En Letonia y Estonia, esto es ilustrado por
un apoyo estatal tácito (o no tan tácito) de honores para las divisiones de la
Waffen SS de esos países. En Lituania, se puede manifestar en lugares de culto
patrocinados por el Estado para los asesinos del Frente Activista Lituano (LAF)
que desencadenaron el Holocausto contra vecinos judíos antes de la llegada
propiamente dicha de los primeros soldados alemanes.
Pero existe un segundo tema que es mucho más profundo
y que no tiene nada que ver con esos tipos más ostentosos de adoración nazi. El
tema es la historia.
‘Historia viva’
Mientras la Segunda Guerra Mundial es ciertamente
“historia” para Occidente, es ciertamente algo muy actual en Europa Oriental.
Instituciones patrocinadas por el Estado especialmente en los tres países
bálticos, Lituania, Letonia y Estonia, y también a veces en Croacia, Rumania y
otros sitios, han invertido una fortuna en una especie de revisionismo del
Holocausto que blanquearía la colaboración de sus propios nacionalistas con
Hitler y convertiría a la Unión Soviética en el verdadero Hitler.
Conocido como “Doble Genocidio”, plantea la absoluta
igualdad teórica de los crímenes nazis y soviéticos. Su constitución es la
“Declaración de Praga” de 2008, de la cual la mayoría de los estadounidenses
nunca han oído hablar, que usa la palabra “mismos” cinco veces al referirse a
crímenes nazis y soviéticos. Menos estadounidenses todavía saben que una de sus
demandas, que el mundo acepte un día unitario de recuerdo conjunto para
víctimas de nazis y soviéticos, pasó desapercibida en la ley de apropiaciones
militares del Congreso de junio pasado.
El tema omnipresente es la elección de las elites
nacionalistas en Europa Oriental de construir mitos nacionales basados no en
los méritos de los grandes artistas, poetas, pensadores y auténticos
combatientes por la libertad, sino demasiado a menudo, sobre la base de
colaboracionistas nazis cuya característica más conocida es que también fueron
“patriotas antisoviéticos”.
La verdad es que casi todos los colaboracionistas de
Hitler en Europa Oriental fueron “antisoviéticos”. De hecho, la Unión Soviética
fue la única potencia que ofreció resistencia a Hitler en Europa Oriental. Si
los soviéticos no hubieran hecho retroceder a los ejércitos nazis en la
primavera de 1944, a costa del inmenso sacrificio de todos los pueblos
soviéticos, no hubiera habido un Día D o la apertura de un frente occidental.
Sea el culto como héroes de Miklós Horthy de Hungría,
de líderes de la hitlerista Ustasha de Croacia, de las divisiones de la Waffen
SS en Letonia y Estonia, y de Bandera de Ucrania y su OUN y UPA, o de la Waffen
SS, es una ofensa a los valores occidentales que un Estado de la OTAN o de la
UE, o un Estado candidato a la OTAN/UE, desembolse fondos estatales para la
distorsión de la historia, la confusión del Holocausto y la construcción de
sociedades que admiran a los peores racistas de la historia.
Hacer algo semejante implica simplemente que todos los
ciudadanos minoritarios que masacraron, o cuya masacre apoyaron, no eran dignos
de seguir existiendo. A propósito, todos esos países tienen verdaderos héroes
del momento más tenebroso de su historia: los que (a menudo la gente más
sencilla) simplemente hicieron lo correcto y lo arriesgaron todo para rescatar
a un vecino de la dirigencia colaboracionista con el establishment nazi de sus
propios nacionalistas.
El punto más bajo
La tendencia alcanzó a un clímax indecoroso en 2012,
cuando el Gobierno lituano financió la repatriación de Putnam, Connecticut,
EE.UU., a Lituania de los restos del primer ministro títere nazi de 1941,
Juozas Ambrazevičius Brazaitis, quien había firmado personalmente documentos
confirmando primero órdenes nazis de que ciudadanos judíos de su ciudad,
Kaunas, fueran enviados a un campo de concentración (que era en realidad un
lugar de asesinato masivo), y unas pocas semanas después, de que el resto fuera
encarcelado en un gueto dentro de cuatro semanas.
En lugar de protestar cortésmente, la embajada
estadounidense en Vilnius ayudó a camuflar el evento con un simposio sobre la
guerra y el Holocausto y ni siquiera mencionó lo que estaba ocurriendo.
Según algunos círculos del Departamento de Estado, el
Gobierno de Obama, estremecido por la crítica de sus antiguos conflictos con
los neoconservadores por Irak y Siria, y dolido por Libia, ha tratado de
mostrar su fuerza y satisfacer el contingente encabezado por Robert Kagan y su
esposa, Victoria Nuland, actual Secretaria Adjunta de Estado para Asuntos
Europeos y Eurasiáticos, con una total unilateralidad respecto a Ucrania.
Es Nuland quien fue atrapada diciendo “¡que se joda la
UE!”, –que hubiera preferido un cambio pacífico, democrático, en Ucrania– al
embajador de EE.UU. en ese país. También estuvo conspirando respecto a qué
político debería emerger como primer ministro en esa nación en la peor
tradición neoconservadora de escoger al gobernante después del siguiente caso
amañado de cambio de régimen.
En Ucrania, una solución negociada podría mantener la
independencia y libertad de la nación para unirse a la UE pero no a la alianza
militar de la OTAN (una alianza militar hostil que llegaría directamente a las
fronteras rusas).
Cualquier solución viable tiene que considerar que se
trata de un país profundamente dividido incluso sin (omnipresentes) engorros
putinistas. Por ello tiene que considerar los millones de rusohablantes que se
oponen al chovinismo racial de algunos miembros de la elite que se encuentra
ahora en el Gobierno o cerca de él, y quienes tienen ideas muy diferentes sobre
la historia del siglo XX.
Es el camino adelante, no la estupidez de la Guerra
Fría II de hacer correr la voz de que los occidentales son puros ángeles y los
orientales puros demonios, ni la estupidez neoconservadora de que la grandeza
de EE.UU. depende de interminables desventuras militares en cambios de régimen
que conducen a largos, impredecibles, e incontrolables ciclos de violencia.
El magnificiente legado que EE.UU. comparte con Rusia
de haber derribado en tándem el imperio de Hitler es un patrimonio que vale la
pena invocar para crear mejor entendimiento, no un hecho que deba enterrarse en
deferencia a la revisión de extrema derecha de la historia del Holocausto que
obsesiona tanto a gran parte de la Europa Oriental nacionalista.
*Dovid Katz es
profesor de Estudios Yiddish en la Universidad Vilnius, es un investigador
independiente nacido en Nueva York, residente en Vilnius. Edita
DefendingHistory.com. Su web es www.dovidkatz.net.
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THE
HUSHED-UP HITLER FACTOR IN UKRAINE
August 23, 2014
Would
America support any type of Hitlerism in the course of the State
Department’s effort to
turn the anti-Russian political classes of Eastern Europe into paragons of PR
perfection that may not be criticized, howsoever mildly?
It was
frankly disconcerting to see Sen. John McCain, R-Arizona, embracing
the leader of Ukraine’s far right, anti-Semitic,
pro-fascist Svoboda party last December. It was disturbing to learn of the
neo-Nazi elements that provided the “muscle” for the actual Maidan takeover
last February (BBC’s
Newsnight was among the few major Western outlets
to dare cover that openly).
Most
disturbing of all has been the mainstream Western media’s almost Soviet-grade
wall somehow erected against critical mention of the far-right component of
Ukraine’s 2014 history, rendering any such thought as worthy
of ridicule on New York Times opinion pages last
spring.
Most
hilarious was the Times’s May 2014 publication of an (obviously ghost-written,
State Department-scripted) op-ed by
Ukrainian presidential candidate Yulia V. Tymoshenko which quotes
Churchill writing to Roosevelt, “Give us the tools, as we will finish the job,”
rumbling on about “the just and open democracy that is America’s greatest
bequest to the world.”
This,
from the far right politician who had shortly before that expressed genocidal
musings for the millions of Russian-speaking citizens of her country, and who
was, during her tenure as prime minister, a prime devotee of the wartime
fascist leader Stepan Bandera, whose organization slaughtered tens of thousands
(many historians put it at hundreds of thousands) of Polish and Jewish
civilians based on ethnicity, in the Aryanist drive for an ethnically pure state
precisely on the Nazi model.
It was
therefore refreshing to read in last Saturday’s Times a report that
had, albeit buried near the end, a single line informing readers that “One
[militia active in the Kiev government’s military campaign] known as Azov,
which took over the village of Marinka, flies a neo-Nazi symbol resembling a
Swastika as its flag.” By contrast, London’s right-of-center Daily Telegraph
ran a whole
report Monday titled “The neo-Nazi brigade
fighting pro-Russian separatists,” rightly including the observation that the
neo-Nazi forces being used by the Ukrainian government to do military heavy
lifting “should send a shiver down Europe’s spine.”
This
goes to the heart of what is being kept from so many Western, and especially
American readers. Putin — for all his authoritarianism, anti-democratic bent
and revanchism — is not the cause of the Ukrainian conundrum (though he is
certainly exploiting it). There is a genuine divide in Ukraine
between a nationalist-dominated west and a Russian-speaking east.
Anybody
who has traveled the country will tell you that these “Russians” in the east,
and wherever else they are to be found, would much rather be living in a European
Union-type country than in a Russia-type country. What then is the problem?
They do not want to live in an ultranationalist-dominated state that is
anti-Russian in a 1930s Aryanesque sense of ethnically and linguistically pure
Ukrainism. They much prefer the Russia-model state to that.
Now
those anti-racist values, including the revering of the Anglo-American-Soviet
alliance that brought down Hitler, and the disdain of societies founded on
models of racist purity, are in fact also American values. But that affinity
between Western values and the easterners would never even be guessed at in the
avalanche of Cold War II newsfeed coming our way.
Incidentally, some Western reports that
caricature the Putinist press’s use of the word “fascists” for Ukrainian
nationalists don’t appreciate the colloquial Russian usage where it refers not
necessarily to swastika-wielding thugs but even to high society that holds in
esteem the likes of Bandera and other World War II-era Nazist fascists as
supposed mythical “freedom fighters” to be revered today by the state, in
street names, statues, museums, and more.
That is
not to say that America’s allies among the western Ukrainian nationalists are
all pro-fascist. They are not. But there are two salient issues that go beyond
Ukraine and cover all of “anti-Russian” Eastern Europe, particularly the new
member states of NATO and the EU.
The
first is casual acceptance of neo-Nazi elements, symbolism and ideology as part
of any kind of supposedly centrist mainstream. In Latvia and Estonia, this is
exemplified by tacit (or not so tacit) state support for honors for those
countries’ Waffen SS divisions. In Lithuania, it can be manifest in
state-sponsored shrines to the Lithuanian Activist Front (LAF) killers who
unleashed the Holocaust on Jewish neighbors before the first German soldiers
had quite arrived.
But
there is a second issue that is much deeper, and has nothing to do with these
more ostentatious kinds of Nazi worship. That issue is history.
‘History’
Alive
While
World War II is indeed “history” for the West, it is very much part of Now in
Eastern Europe. State-sponsored institutions in the three Baltic countries,
Lithuania, Latvia and Estonia, especially, and also at times in Croatia,
Romania and elsewhere have invested a fortune in a kind of Holocaust
revisionism that would whitewash their own nationalists’ collaboration with
Hitler and turn the Soviet Union into the real Hitler.
Known as
“Double Genocide,” it posits the absolute theoretical equality of Nazi and
Soviet crimes. Its constitution is the 2008 “Prague Declaration,” which most
Americans have never heard of, that sports the word “same” five times in
reference to Nazi and Soviet crimes. Even fewer Americans know that one of its
demands, that the world accept a unitary mix-and-match day of remembrance for
Nazi and Soviet victims, was snuck
under the radar into last June’s congressional military
appropriations bill.
The
issue across the board is the choice made by nationalist elites in Eastern
Europe to construct national myths not on the merits of a country’s great
artists, poets, thinkers and genuine freedom fighters, but all too often, on
the basis of Nazi collaborators whose claim to fame is that they were also
“anti-Soviet patriots.”
The fact
of the matter is that virtually all of Hitler’s collaborators in Eastern Europe
were “anti-Soviet.” In fact, the Soviet Union was the only power putting up
resistance to Hitler in Eastern Europe. If the Soviets had not pushed the Nazi
armies back by the spring of 1944, at huge sacrifice to all the Soviet peoples,
there would have been no D-Day or opening of a Western front.
Whether
it is hero-worship of Hungary’s Miklós Horthy, leaders of Croatia’s
Hitlerist Ustasha, the Nazis’ Waffen SS divisions in Latvia and Estonia, or the
likes of Ukraine’s Bandera and his OUN and UPA, and the Waffen SS, it is an
offense to Western values that a NATO or EU state, or NATO/EU-aspiring state,
would disburse state funds on the distortion of history, obfuscation of the
Holocaust and construction of societies that admire the worst of history’s
racists.
To do so
quite simply implies that all the minority citizens they butchered, or whose
butchering they supported, were quite unworthy of continued existence.
Incidentally, all these countries have real heroes from that darkest moment in
their history: those (often the simplest of people) who just did the right thing
and risked all to rescue a neighbor from the Nazist establishment
collaborationist leadership of their own nationalists.
A High
Low Point
The
trend reached an unseemly highpoint in 2012, when the Lithuanian government
financed the
repatriation from Putnam, Connecticut, to Lithuania of
the remains of the 1941 Nazi puppet prime minister Juozas Ambrazevičius
Brazaitis, who had personally signed documents confirming Nazi orders first,
for Jewish citizens of his city, Kaunas, to be sent to a concentration camp (it
was actually a mass murder site), and a few weeks later, for the remainder to
be incarcerated in a ghetto within four weeks.
Instead
of politely protesting, the American embassy in Vilnius helped camouflage the
event with a symposium on the war and the Holocaust that did not even mention
the reburial underway.
According
to some in State Department circles, the Obama administration, shaken by
criticism of its long-standing anti-neocon caution in Iraq and Syria, and
rueful over Libya, has tried to show its muscle, and satisfy the contingent led
by Robert Kagan and his wife, Victoria Nuland, now assistant secretary of state
for European and Eurasian Affairs, with sheer one-sidedness over Ukraine.
That is
the Ms. Nuland who was caught telling the U.S. ambassador to Ukraine “Fuck the
EU,” which
would have preferred peaceful, democratic change in Ukraine. She was also
plotting which politician would emerge as prime minister in that nation in the
worst neo-con tradition of organizing who will emerge as ruler after the next
fixed case of foreign regime change.
In
Ukraine, a negotiated solution could maintain the nation’s independence and
freedom to join the EU but not the military alliance NATO that is the huge
humiliation for Russia (a hostile military alliance coming right to more of its
borders).
Any
viable solution needs to take into account that it is a deeply divided country
even in the absence of (ever-present) Putinist mischief. It therefore needs to
also take into account the many millions of Russian speakers who oppose the
racial chauvinism of some of the nationalist elite now in or close to the
government, and who have very different ideas about Twentieth Century history.
That is
the way forward, not the Cold War II nonsense of spreading the word that the
westerners are pure angels and the easterners pure demons, not the neocon nonsense
that America’s greatness depends on endless foreign military misadventures in
regime change that lead to long , unpredictable, and uncontrollable cycles of
violence.
That
America shares with Russia the magnificent legacy of having in tandem brought
down Hitler’s empire is a heritage worth invoking for building better
understanding, not a fact to be buried in deference to the far-right revision
of Holocaust history with which much of nationalist Eastern Europe is so
obsessed.
*Dovid Katz, formerly professor of Yiddish Studies at Vilnius
University, is a New York born, Vilnius-based independent researcher. He
edits DefendingHistory.com. His personal website
is www.dovidkatz.net.
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