25
septiembre 2015, Cubadebate -- Contra el Terrorismo Mediático
http://www.cubadebate.cu (Cuba)
El Papa Francisco interviene en la Asamblea General de la ONU.
Foto: Mary Altaffer/ AP
Una
vez más, siguiendo una tradición de la que me siento honrado, el Secretario
General de las Naciones Unidas ha invitado al Papa a dirigirse a esta honorable
Asamblea de las Naciones. En nombre propio y en el de toda la comunidad
católica, Señor Ban Ki-moon, quiero expresarle el más sincero y cordial
agradecimiento. Agradezco también sus amables palabras. Saludo asimismo a los
Jefes de Estado y de Gobierno aquí presentes, a los Embajadores, diplomáticos y
funcionarios políticos y técnicos que les acompañan, al personal de las
Naciones Unidas empeñado en esta 70a Sesión de la Asamblea General, al personal
de todos los programas y agencias de la familia de la ONU, y a todos los que de
un modo u otro participan de esta reunión. Por medio de ustedes saludo también
a los ciudadanos de todas las naciones representadas en este encuentro. Gracias
por los esfuerzos de todos y de cada uno en bien de la humanidad.
Esta
es la quinta vez que un Papa visita las Naciones Unidas. Lo hicieron mis
predecesores Pablo VI en 1965, Juan Pablo II en 1979 y 1995 y, mi más reciente
predecesor, hoy el Papa emérito Benedicto XVI, en 2008. Todos ellos no
ahorraron expresiones de reconocimiento para la Organización, considerándola la
respuesta jurídica y política adecuada al momento histórico, caracterizado por
la superación tecnológica de las distancias y fronteras y, aparentemente, de
cualquier límite natural a la afirmación del poder. Una respuesta
imprescindible ya que el poder tecnológico, en manos de ideologías
nacionalistas o falsamente universalistas, es capaz de producir tremendas
atrocidades. No puedo menos que asociarme al aprecio de mis predecesores,
reafirmando la importancia que la Iglesia Católica concede a esta institución y
las esperanzas que pone en sus actividades.
La
historia de la comunidad organizada de los Estados, representada por las
Naciones Unidas, que festeja en estos días su 70 aniversario, es una historia
de importantes éxitos comunes, en un período de inusitada aceleración de los
acontecimientos. Sin pretensión de exhaustividad, se puede mencionar la
codificación y el desarrollo del derecho internacional, la construcción de
la
normativa internacional de derechos humanos, el perfeccionamiento del derecho
humanitario, la solución de muchos conflictos y operaciones de paz y reconciliación,
y tantos otros logros en todos los campos de la proyección internacional del
quehacer humano. Todas estas realizaciones son luces que contrastan la
oscuridad del desorden causado por las ambiciones descontroladas y por los
egoísmos colectivos. Es
cierto que aún son muchos los graves problemas no resueltos, pero es evidente
que, si hubiera faltado toda esa actividad internacional, la humanidad podría
no haber sobrevivido al uso descontrolado de sus propias potencialidades.Cada
uno de estos progresos políticos, jurídicos y técnicos son un camino de
concreción del ideal de la fraternidad humana y un medio para su mayor
realización.
Rindo
por eso homenaje a todos los hombres y mujeres que han servido leal y
sacrificadamente a toda la humanidad en estos 70 años.
En particular, quiero recordar hoy a los que han dado su vida por la paz y la
reconciliación de los pueblos, desde Dag Hammarskjöld hasta los muchísimos
funcionarios de todos los niveles, fallecidos en las misiones humanitarias, de
paz y de reconciliación.
La
experiencia de estos 70 años, más allá de todo lo conseguido, muestra que la reforma y la
adaptación a los tiempos es siempre necesaria, progresando hacia el objetivo
último de conceder a todos los países, sin excepción, una participación y una
incidencia real y equitativa en las decisiones. Tal
necesidad de una mayor equidad, vale especialmente para los cuerpos con
efectiva capacidad ejecutiva, como es el caso del Consejo de Seguridad, los
organismos financieros y
los grupos o mecanismos especialmente creados para
afrontar las crisis económicas. Esto ayudará a limitar todo tipo de abuso o
usura sobre todo con los países en vías de desarrollo. Los organismos
financieros internacionales han de velar por el desarrollo sustentable de los
países y la no sumisión asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos
de promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor
pobreza, exclusión y dependencia.
La
labor de las Naciones Unidas, a partir de los postulados del Preámbulo y de los
primeros artículos de su Carta Constitucional, puede ser vista como el
desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho, sabiendo que la justicia
es requisito indispensable para obtener el ideal de la fraternidad universal.
En este contexto, cabe
recordar que la limitación del poder es una idea implícita en el concepto de
derecho. Dar a cada uno lo suyo, siguiendo la definición clásica de justicia,
significa que ningún individuo o grupo humano se puede considerar omnipotente, autorizado a
pasar por encima de la dignidad y de los derechos de las otras personas
singulares o de sus agrupaciones sociales. La distribución
fáctica del poder (político, económico, de defensa, tecnológico, etc.) entre
una pluralidad de sujetos y la creación de un sistema jurídico de regulación de
las pretensiones e intereses, concreta la limitación del poder. El panorama mundial
hoy nos presenta, sin embargo, muchos falsos derechos, y –a la vez– grandes
sectores indefensos, víctimas más bien de un mal ejercicio del poder: el
ambiente natural y el vasto mundo de mujeres y hombres excluidos. Dos sectores
íntimamente unidos entre sí, que las relaciones políticas y económicas
preponderantes han convertido en partes frágiles de la realidad. Por eso hay que afirmar con
fuerza sus derechos, consolidando la protección del ambiente y acabando con la
exclusión.
Ante
todo, hay que afirmar que existe un verdadero «derecho del ambiente» por un
doble motivo. Primero,
porque los seres humanos somos parte del ambiente. Vivimos en
comunión con él, porque el mismo ambiente comporta límites éticos que la acción
humana debe reconocer y respetar. El hombre,
aun cuando está dotado de «capacidades inéditas» que «muestran una singularidad
que trasciende el ámbito físico y biológico» (Laudato si’, 81), es al mismo
tiempo una porción de ese ambiente. Tiene un cuerpo formado por elementos
físicos, químicos y biológicos, y solo puede sobrevivir y desarrollarse si el
ambiente ecológico le es favorable. Cualquier daño al ambiente, por tanto, es
un daño a la humanidad. Segundo,
porque cada una de las creaturas, especialmente las vivientes, tiene un valor
en sí misma, de existencia, de vida, de belleza y de interdependencia con las
demás creaturas. Los cristianos, junto con las otras religiones
monoteístas, creemos que el universo proviene de una decisión de amor del
Creador, que permite al hombre servirse respetuosamente de la creación para el
bien de sus semejantes y para gloria del Creador, pero que no puede abusar de
ella y mucho menos está autorizado a destruirla. Para todas las creencias
religiosas, el ambiente es un bien fundamental (cf. ibíd., 81).
El
abuso y la destrucción del ambiente, al mismo tiempo, van acompañados por un
imparable proceso de exclusión. En efecto, un afán egoísta e ilimitado de poder
y de bienestar material lleva tanto a abusar de los recursos materiales
disponibles como a excluir a los débiles y con menos habilidades, ya sea por
tener capacidades diferentes (discapacitados) o porque están privados de los
conocimientos e instrumentos técnicos adecuados o poseen insuficiente capacidad
de decisión política. La exclusión económica y social
es una negación total de la fraternidad humana y un gravísimo atentado a los
derechos humanos y al ambiente. Los más
pobres son los que más sufren estos atentados por un triple grave motivo: son
descartados por la sociedad, son al mismo tiempo obligados a vivir del descarte
y deben sufrir injustamente las consecuencias del abuso del ambiente. Estos
fenómenos conforman la hoy tan difundida e inconscientemente consolidada
«cultura del descarte».
Lo
dramático de toda esta situación de exclusión e inequidad, con sus claras
consecuencias, me lleva junto a todo el pueblo cristiano y a tantos otros a
tomar conciencia también de mi grave responsabilidad al respecto, por lo cual
alzo mi voz, junto a la de todos aquellos que anhelan soluciones urgentes y
efectivas. La adopción de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible en la
Cumbre mundial que iniciará hoy mismo, es una importante señal de esperanza. Confío
también que la Conferencia de París sobre cambio climático logre acuerdos
fundamentales y eficaces.
No
bastan, sin embargo, los compromisos asumidos solemnemente, aun cuando
constituyen un paso necesario para las soluciones. La definición clásica de justicia
a que aludí anteriormente contiene como elemento esencial una voluntad
constante y perpetua: Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum
cuique tribuendi. El
mundo reclama de todos los gobernantes una voluntad efectiva, práctica,
constante, de pasos concretos y medidas inmediatas, para preservar y mejorar el
ambiente natural y vencer cuanto antes el fenómeno de la exclusión social y
económica, con sus tristes consecuencias de trata de seres humanos, comercio de
órganos y tejidos humanos, explotación sexual de niños y niñas, trabajo
esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y de armas, terrorismo y
crimen internacional organizado. Es tal la
magnitud de estas situaciones y el grado de vidas inocentes que va cobrando,
que hemos de evitar toda tentación de caer en un nominalismo declaracionista
con efecto tranquilizador en las conciencias. Debemos cuidar que
nuestras instituciones sean realmente efectivas en la lucha contra todos estos
flagelos.
La
multiplicidad y complejidad de los problemas exige contar con instrumentos
técnicos de medida. Esto, empero, comporta un doble peligro: limitarse al
ejercicio burocrático de redactar largas enumeraciones de buenos propósitos
–metas, objetivos e indicadores estadísticos–, o creer que una única solución
teórica y apriorística dará respuesta a todos los desafíos. No hay que perder
de vista, en ningún momento, que la acción política y económica, solo es eficaz
cuando se la entiende como una actividad prudencial, guiada por un concepto
perenne de justicia y que no pierde de vista en ningún momento que, antes y más
allá de los planes y programas, hay mujeres y hombres concretos, iguales a los
gobernantes, que viven, luchan y sufren, y que muchas veces se ven obligados a
vivir miserablemente, privados de cualquier derecho.
Para
que estos hombres y mujeres concretos puedan escapar de la pobreza extrema, hay
que permitirles ser dignos actores de su propio destino.
El desarrollo humano integral y el pleno ejercicio de la dignidad humana no
pueden ser impuestos. Deben ser edificados y desplegados por cada uno, por cada
familia, en comunión con los demás hombres y en una justa relación con todos
los círculos en los que se desarrolla la socialidad humana –amigos,
comunidades, aldeas y municipios, escuelas, empresas y sindicatos, provincias,
naciones–. Esto supone y exige el derecho a la educación
–también para las niñas, excluidas en algunas partes–, que se asegura en primer
lugar respetando y reforzando el derecho primario de las familias a educar, y el derecho
de las Iglesias y de agrupaciones sociales a sostener y colaborar con las
familias en la formación de sus hijas e hijos. La educación, así concebida, es
la base para la realización de la Agenda 2030 y para recuperar el ambiente.
Al
mismo tiempo, los gobernantes han de hacer todo lo posible a fin de que todos
puedan tener la mínima base material y espiritual para ejercer su dignidad y
para formar y mantener una familia, que es la célula primaria de cualquier
desarrollo social. Ese
mínimo absoluto tiene en lo material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y
un nombre en lo espiritual: libertad del espíritu, que comprende la libertad
religiosa, el derecho a la educación y los otros derechos cívicos.
Por
todo esto, la medida y el indicador más simple y adecuado del cumplimiento de
la nueva Agenda para el desarrollo será el acceso efectivo, práctico e
inmediato, para todos, a los bienes materiales y espirituales indispensables:
vivienda propia, trabajo digno y debidamente remunerado, alimentación adecuada y
agua potable; libertad religiosa, y más en general libertad del espíritu y
educación. Al mismo tiempo, estos pilares del desarrollo humano integral tienen
un fundamento común, que es el derecho a la vida y, más en general, lo que
podríamos llamar el derecho a la existencia de la misma naturaleza humana.
La
crisis ecológica, junto con la destrucción de buena parte de la biodiversidad,
puede poner en peligro la existencia misma de la especie humana. Las nefastas
consecuencias de un irresponsable desgobierno de la economía mundial, guiado
solo por la ambición de lucro y de poder, deben ser un llamado a una severa
reflexión sobre el hombre: «El hombre no es solamente una libertad que él se
crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad,
pero también naturaleza» (Benedicto XVI, Discurso al Parlamento Federal de
Alemania, 22 septiembre 2011; citado en Laudato si’, 6). La creación se ve
perjudicada «donde nosotros mismos somos las últimas instancias [...] El
derroche de la creación comienza donde no reconocemos ya ninguna instancia por
encima de nosotros, sino que solo nos vemos a nosotros mismos» (Id., Discurso
al Clero de la Diócesis de Bolzano-Bressanone, 6 agosto 2008; citado ibíd.).
Por eso, la defensa del ambiente y la lucha contra la exclusión exigen el
reconocimiento de una ley moral inscrita en la propia naturaleza humana, que
comprende la distinción natural entre hombre y mujer (cf. Laudato si’, 155), y
el absoluto respeto de la vida en todas sus etapas y dimensiones (cf. ibíd.,
123; 136).
Sin
el reconocimiento de unos límites éticos naturales insalvables y sin la
actuación inmediata de aquellos pilares del desarrollo humano integral, el
ideal de «salvar las futuras generaciones del flagelo de la guerra» (Carta de
las Naciones Unidas, Preámbulo) y de «promover el progreso social y un más
elevado nivel de vida en una más amplia libertad» (ibíd.) corre el riesgo de
convertirse en un espejismo inalcanzable o, peor aún, en palabras vacías que
sirven de excusa para cualquier abuso y corrupción, o para promover una
colonización ideológica a través de la imposición de modelos y estilos de vida
anómalos, extraños a la identidad de los pueblos y, en último término,
irresponsables.
La
guerra es la negación de todos los derechos y una dramática agresión al
ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo humano
integral para todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de evitar
la guerra entre las naciones y entre los pueblos.
Para
tal fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y el infatigable
recurso a la negociación, a los buenos oficios y al arbitraje, como propone la
Carta de las Naciones Unidas, verdadera norma jurídica fundamental. La
experiencia de los 70 años de existencia de las Naciones Unidas, en general, y
en particular la experiencia de los primeros 15 años del tercer milenio,
muestran tanto la eficacia de la plena aplicación de las normas internacionales
como la ineficacia de su incumplimiento. Si se respeta y aplica la Carta de las
Naciones Unidas con transparencia y sinceridad, sin segundas intenciones, como
un punto de referencia obligatorio de justicia y no como un instrumento para
disfrazar intenciones espurias, se alcanzan resultados de paz. Cuando, en
cambio, se confunde la norma con un simple instrumento, para utilizar cuando
resulta favorable y para eludir cuando no lo es, se abre una verdadera caja de
Pandora de fuerzas incontrolables, que dañan gravemente las poblaciones
inermes, el ambiente cultural e incluso el ambiente biológico.
El
Preámbulo y el primer artículo de la Carta de las Naciones Unidas indican los
cimientos de la construcción jurídica internacional: la paz, la solución
pacífica de las controversias y el desarrollo de relaciones de amistad entre
las naciones. Contrasta fuertemente con estas afirmaciones, y las niega en la
práctica, la tendencia siempre presente a la proliferación de las armas,
especialmente las de destrucción masiva como pueden ser las nucleares. Una
ética y un derecho basados en la amenaza de destrucción mutua –y posiblemente
de toda la humanidad– son contradictorios y constituyen un fraude a toda la
construcción de las Naciones Unidas, que pasarían a ser «Naciones unidas por el
miedo y la desconfianza». Hay que empeñarse por un mundo sin armas nucleares,
aplicando plenamente el Tratado de no proliferación, en la letra y en el
espíritu, hacia una total prohibición de estos instrumentos.
El
reciente acuerdo sobre la cuestión nuclear en una región sensible de Asia y
Oriente Medio es una prueba de las posibilidades de la buena voluntad política
y del derecho, ejercitados con sinceridad, paciencia y constancia. Hago votos
para que este acuerdo sea duradero y eficaz y dé los frutos deseados con la
colaboración de todas las partes implicadas.
En ese
sentido, no faltan duras pruebas de las consecuencias negativas de las
intervenciones políticas y militares no coordinadas entre los miembros de la
comunidad internacional. Por
eso, aun deseando no tener la necesidad de hacerlo, no puedo dejar de reiterar
mis repetidos llamamientos en relación con la dolorosa situación de todo el
Oriente Medio, del norte de África y de otros países africanos, donde los
cristianos, junto con otros grupos culturales o étnicos e incluso junto con
aquella parte de los miembros de la religión mayoritaria que no quiere dejarse
envolver por el odio y la locura, han sido obligados a ser testigos de la
destrucción de sus lugares de culto, de su patrimonio cultural y religioso, de
sus casas y haberes y han sido puestos en la disyuntiva de huir o de pagar su adhesión
al bien y a la paz con la propia vida o con la esclavitud.
Estas
realidades deben constituir un serio llamado a un examen de conciencia de los
que están a cargo de la conducción de los asuntos internacionales. No solo en
los casos de persecución religiosa o cultural, sino en cada situación de
conflicto, como en Ucrania, en Siria, en Irak, en Libia, en Sudán del Sur y en
la región de los Grandes Lagos, hay rostros concretos antes que intereses de
parte, por legítimos que sean. En las guerras y conflictos hay seres humanos
singulares, hermanos y hermanas nuestros, hombres y mujeres, jóvenes y
ancianos, niños y niñas, que lloran, sufren y mueren. Seres humanos que se
convierten en material de descarte cuando solo la actividad consiste en
enumerar problemas, estrategias y discusiones.
Como
pedía al Secretario General de las Naciones Unidas en mi carta del 9 de agosto
de 2014, «la más elemental comprensión de la dignidad humana [obliga] a la
comunidad internacional, en particular a través de las normas y los mecanismos
del derecho internacional, a hacer todo lo posible para detener y prevenir
ulteriores violencias sistemáticas contra las minorías étnicas y religiosas» y
para proteger a las poblaciones inocentes.
En
esta misma línea quisiera hacer mención a otro tipo de conflictividad no
siempre tan explicitada pero que silenciosamente viene cobrando la muerte de
millones de personas. Otra clase de guerra viven muchas de nuestras sociedades
con el fenómeno del narcotráfico. Una guerra «asumida» y pobremente combatida.
El narcotráfico por su propia dinámica va acompañado de la trata de personas,
del lavado de activos, del tráfico de armas, de la explotación infantil y de
otras formas de corrupción. Corrupción que ha penetrado los distintos niveles
de la vida social, política, militar, artística y religiosa, generando, en
muchos casos, una estructura paralela que pone en riesgo la credibilidad de
nuestras instituciones.
Comencé
esta intervención recordando las visitas de mis predecesores. Quisiera ahora
que mis palabras fueran especialmente como una continuación de las palabras
finales del discurso de Pablo VI, pronunciado hace casi exactamente 50 años,
pero de valor perenne: «Ha llegado la hora en que se impone una pausa, un
momento de recogimiento, de reflexión, casi de oración: volver a pensar en
nuestro común origen, en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca,
como hoy, [...] ha sido tan necesaria la conciencia moral del hombre, porque el
peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán
[...] resolver muchos de los graves problemas que afligen a la humanidad»
(Discurso a los Representantes de los Estados, 4 de octubre de 1965). Entre
otras cosas, sin duda, la genialidad humana, bien aplicada, ayudará a resolver
los graves desafíos de la degradación ecológica y de la exclusión. Continúo con
Pablo VI: «El verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos
cada vez más poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas
conquistas» (ibíd.).
La
casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre una recta
comprensión de la fraternidad universal y sobre el respeto de la sacralidad de
cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los ancianos,
de los niños, de los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de los
abandonados, de los que se juzgan descartables porque no se los considera más
que números de una u otra estadística. La casa común de todos los hombres debe
también edificarse sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la
naturaleza creada.
Tal
comprensión y respeto exigen un grado superior de sabiduría, que acepte la
trascendencia, renuncie a la construcción de una elite omnipotente, y comprenda
que el sentido pleno de la vida singular y colectiva se da en el servicio
abnegado de los demás y en el uso prudente y respetuoso de la creación para el
bien común. Repitiendo las palabras de Pablo VI, «el edificio de la
civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos
capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo» (ibíd.).
El
gaucho Martín Fierro, un clásico de la literatura en mi tierra natal, canta:
«Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera
en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de
afuera».
El
mundo contemporáneo, aparentemente conexo, experimenta una creciente y
sostenida fragmentación social que pone en riesgo «todo fundamento de la vida
social» y
por lo tanto «termina por enfrentarnos unos con otros para preservar los
propios intereses» (Laudato si’, 229).
El
tiempo presente nos invita a privilegiar acciones que generen dinamismos nuevos
en la sociedad hasta que fructifiquen en importantes y positivos
acontecimientos históricos (cf. Evangelii gaudium, 223). No podemos permitirnos
postergar «algunas agendas» para el futuro. El futuro nos
pide decisiones críticas y globales de cara a los conflictos mundiales que
aumentan el número de excluidos y necesitados.
La
laudable construcción jurídica internacional de la Organización de las Naciones
Unidas y de todas sus realizaciones, perfeccionable como cualquier otra obra
humana y, al mismo tiempo, necesaria, puede ser prenda de un futuro seguro y
feliz para las generaciones futuras. Lo será si los representantes de los
Estados sabrán dejar de lado intereses sectoriales e ideologías, y buscar
sinceramente el servicio del bien común. Pido a Dios Todopoderoso que así sea,
y les aseguro mi apoyo, mi oración y el apoyo y las oraciones de todos los fieles
de la Iglesia Católica, para que esta Institución, todos sus Estados miembros y
cada uno de sus funcionarios, rinda siempre un servicio eficaz a la humanidad,
un servicio respetuoso de la diversidad y que sepa potenciar, para el bien
común, lo mejor de cada pueblo y de cada ciudadano.
La
bendición del Altísimo, la paz y la prosperidad para todos ustedes y para todos
sus pueblos. Gracias.
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