Manuel E. Yepe
La demonización o satanización se define como una técnica retórica e ideológica que consiste en presentar a entidades políticas, étnicas, culturales o religiosas como radicalmente malas y nocivas, para justificar un trato político, militar o social diferenciado. No es algo nuevo en la historia aunque Washington parece haberla incorporado a sus métodos de propaganda bélica cual formula novedosa.
En Europa se aplicó con mucha crueldad en la inquisición y contra los judíos y los gitanos en la Alemania nazi. En la actualidad persiste contra los inmigrantes norafricanos en los países de la cuenca mediterránea.
Como recurso interno de las fuerzas más retrógradas de los Estados Unidos, la han sufrido los aborígenes americanos durante las guerras contra el indio por la conquista del Oeste, los comunistas durante el llamado Macartismo de los años 50 y 60, y hoy lo sufren los nativos del Medio Oriente en los Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. También ha estado presente en muchos momentos de histeria segregacionista contra la población negra y los inmigrantes hispanos.
En cada una de las guerras mundiales en que ha intervenido Estados Unidos, la demonización del enemigo ha desempeñado un papel importante en la modelación de la opinión publica -básicamente la estadounidense, pero también la internacional al alcance de sus medios- en función del conflicto.
Los alemanes, los japoneses, los rusos y en la actualidad los árabes y los chinos han sido asimilados sucesivamente a la categoría de demonios.
En Latinoamérica, la política exterior de los Estados Unidos ha utilizado esta técnica prolíficamente como parte del proceso de maduración de los escenarios para sus intervenciones militares y sus ocupaciones de los países de la región que de alguna manera han perturbado sus intereses hegemónicos y de dominación.
Generalmente las campañas demonizadoras son breves, desde el momento de los desencuentros con la superpotencia hasta que se produce la agresión.
Pero las ha habido muy extensas, como la que se ha mantenido contra Cuba y Fidel Castro que ya sobrepasa la suma de los períodos de gobierno de diez presidentes de los Estados Unidos y pronto llegará al medio siglo.
Desde que en Venezuela se desencadenó la revolución bolivariana con Hugo Chávez al frente, en un contexto de lucha por el poder político diferente al cubano pero con una agenda de igual intransigencia respecto a la defensa de la soberanía del país y los intereses populares, se desató también la campaña demonizadora.
Cada vez que ha alcanzado el poder o ha estado próximo a llegar a la dirección política de un país de la región un líder o un grupo político con un plataforma programática diferente -no importa que sea o haya sido por los cauces reglamentados por el orden institucional vigente, orientado siempre a garantizar el ejercicio de las funciones de gobierno por elementos fieles a los intereses de las burguesías, las oligarquías y las relaciones de subordinación al imperio estadounidense-, se ha alzado en su contra una campaña de satanización promovida desde Washington.
El holgado triunfo que le dio la mayoría de los 130 asientos de la nueva Asamblea Constituyente a la candidatura Acuerdo País promovida por el Presidente Rafael Correa en las elecciones del 30 de septiembre en Ecuador, de hecho, lo capacita para llevar adelante sus propósitos revolucionarios en los marcos de una nueva Constitución expresiva de los intereses populares en el país suramericano.
Este éxito popular tiene la particular significación de que valida la estrategia trazada por el mandatario recién electo para burlar el bloqueo estructural de la "partidocracia" que es como se conoce al sistema de los partidos políticos tradicionales.
Fue esta la cuarta vez en un año que los ecuatorianos acudían a las urnas, luego de dos rondas presidenciales y de un referendo que abrió el camino para la creación de la Asamblea Constituyente.
La nueva institución comenzará a sesionar el 31 de octubre y tendrá 180 días -más una extensión de hasta 60 días- para redactar el borrador de la Constitución que será sometido a plebiscito en 2008.
Los partidos tradicionales derrotados en las urnas por el pueblo ecuatoriano, coaligados ahora en la oposición, habían garantizado el ejercicio del gobierno en los últimos veintiocho años por una oligarquía que parecía inconmovible. Les queda aun el Parlamento como último bastión institucional pero están llamados a perderlo tras la integración de la Asamblea Constituyente o la formulación de la nueva Constitución, si no es que termina anticipadamente su actividad.
-Sentimos en el ambiente la espada del libertador Simón Bolívar marchando por toda América Latina y avanzaremos hacia una patria de todos y todas, libre y soberana, tierra sagrada de justicia y democracia, hasta la victoria siempre-, había anunciado Rafael Correa cuando asumió la presidencia en enero.
La victoria de la Constituyente permitirá a quien se perfila como un dirigente revolucionario que trasciende las fronteras de la nación ecuatoriana para alzarse como paladín de la lucha de los pueblos latinoamericanos por su emancipación efectiva, poner en marcha gradualmente las profundas transformaciones que requiere la construcción en su país del "socialismo del siglo XXI", propósito que él ha identificado como inspiración y objetivo de sus políticas.
Y esa será, en primera instancia y frente a todas las campañas del imperio, la verdadera lucha del pueblo ecuatoriano contra los demonios de la larga noche del neoliberalismo y la inestabilidad política.
*Manuel E. Yepe Menéndez es periodista y se desempeña como Profesor adjunto en el Instituto Superior de Relaciones Internacionales de La Habana.
http://www.bolpress.com/art.php?Cod=2007101410&PHPSESSID=213d8f41d9d278fec34b493fa346f783
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