Eduardo Gudynas*
ALAI AMLATINA, 18 abril 2010 - Es necesario un cambio radical en la forma de valorar el ambiente que nos rodea y a los recursos naturales que alberga la Naturaleza. La persistente crisis ecológica no es sólo el resultado de fallas técnicas o incapacidades en el monitoreo ambiental, sino que sus raíces profundas se encuentran en valorar a todo lo que nos rodea según su utilidad o rentabilidad.
Por lo tanto, la discusión sobre los derechos de la Naturaleza, tal como se propone en el encuentro de Cochabamba (Bolivia), es un paso adelante hacia una postura ética que reconoce los valores propios en el ambiente, independientes de su beneficio o utilidad para las personas. Si bien esto puede parecer muy sencillo, en realidad implica un cambio radical en cómo se asignan los valores, con implicaciones que van desde la economía a las prácticas políticas.
Los derechos de la Naturaleza se expresan en múltiples escalas. Es tanto un asunto global, tal como se observa en el énfasis del encuentro de Cochabamba sobre cambio climático, pero también tiene implicancias y urgencias a nivel continental, nacional y local.
Sin embargo, en los últimos tiempos, la insistencia en los cambios del clima planetario ha servido de excusa para dejar de lado esas otras escalas. No recibe toda la atención que merecen los evidentes problemas ambientales a escala continental. Entre ellos, en América del Sur, el avance de la deforestación en las zonas andino amazónicas está cambiando la dinámica climática regional, y parecería que es uno de los factores que explican los cambios en el régimen de lluvias en la vertiente atlántica del Cono Sur.
Tampoco deben olvidarse los problemas ambientales a escala nacional y local. No es posible desatender serios impactos como la deforestación, el incremento vertiginoso en el uso de agrotóxicos o las serias limitaciones en manejar los residuos urbanos.
De esta manera, cada escala está estrechamente enlazada con las otras, y en todas ellas está presente la problemática de la ética ambiental. El utilitarismo que está detrás de la deforestación o la expansión de los monocultivos, tienen clarísimos efectos locales, pero también son las principales fuentes de emisión de gases con efecto invernadero desde América del Sur. Por lo tanto, si en Cochabamba se va a discutir el cambio climático global en serio, el debate también debe abarcar a nuestros propios países, nuestra propia Madre Tierra. La ética ambiental global va de la mano con una local, y se deben discutir asuntos como el manejo de los suelos, la pérdida de bosques o el papel de las agroexportaciones. Una nueva mirada a los derechos del ambiente planetario no puede generarse desde una ceguera ecológica local.
A ese nivel, los grupos ciudadanos siguen siendo los mejores y más atentos vigilantes de la situación en el ambiente que les rodea. Ellos detectan las contradicciones ecológicas, y permiten crear los necesarios puentes entre las escalas local y nacional, con la planetaria. Un ejemplo de esos vínculos está en la insistencia del Consejo de Ayllus y Markas del Qullasuyu (CONAMAQ) de Bolivia, quienes juntos a otras organizaciones ciudadanas, buscan debatir en Cochabamba asuntos como los impactos de la minería, las prospecciones petroleras o los planes de construir represas hidroeléctricas en la Amazonia. En esos y otros casos está en juego la construcción de los derechos de la Naturaleza.
Abandonar la vieja ética de la apropiación y el uso, para incorporar una mirada ambiental, no es fácil para muchas corrientes políticas y allí se generan muchas resistencias. Eso explica que sea más sencillo enarbolar un discurso ambiental a escala global, pero no se logra aplicar ese espíritu a escala nacional y local. Las insistencia de la sociedad civil, como los planteos de organizaciones indígenas como CONAMAQ de Bolivia o CONAIE de Ecuador, obliga a reconectar la problemática ambienta local con la global.
Pero las resistencias son tales, que el presidente Evo Morales frente a esas demandas optaba por advertir sobre la “utilización” de los indígenas a manos del capitalismo global, hasta que finalmente su gobierno decidió excluir los temas nacionales de los debates en Cochabamba. Afirmar que ese tipo de organizaciones y otros grupos ciudadanos estén al favor de un capitalismo depredador o sean partícipes de algún tipo de complot internacional, es insostenible. La propia historia de lucha de esas organizaciones deja en claro que sus objetivos son otros.
Aún más, en esta fase del cambio político bajo gobiernos progresistas, está claro que las demandas ambientales deben ser respondidas con argumentos y medidas efectivas, y no simplemente con slogans mientras persiste la destrucción del ambiente. El resultado es contraproducente, ya que como no aparecen argumentos convincentes para mantener las estrategias extractivistas del pasado ni fructifican otros ensayos más allá de ellas, parecería que se termina dándole la razón a los sectores conservadores que insisten en decir que la izquierda gobernante realmente carece de una propuesta de desarrollo diferente a la de generar múltiples programas de asistencia y bonos sociales.
También parecería que es más sencillo cuestionar los impactos ambientales de las políticas mineras o petroleras en el Perú de Alan García o bajo el gobierno de Alvaro Uribe en Colombia, pero se hace más difícil debatirlas en el caso de Evo Morales, Lula da Silva en Brasil o Rafael Correa en Ecuador. No faltan quienes sostienen que a los ambientalistas nada les conforma, criticando a todos, y no reconocer los cambios sustanciales generados desde el progresismo. Muchos de esos cambios políticos son reales, y no son pocos los que se lograron con el concurso efectivo del ambientalismo como parte de los movimientos sociales volcados al cambio. Pero la advertencia ecológica, y en especial las implicancias de reconocer los derechos de la Naturaleza, van más allá de los programas de gobierno, ya que son más profundas en tanto apuntan a un estilo de desarrollo que defiende valoraciones antropocéntricas y utilitaristas.
La ética de la Naturaleza ataca las raíces del imaginario del progreso material, y esa crítica verde desata muchas resistencias. En ese punto es oportuno apelar a parafrasear un conocido manifiesto, señalando que el fantasma de la crisis ecológica recorre el mundo, donde la radicalidad de los derechos de la Naturaleza es de tal envergadura que los creyentes en los viejos estilos de desarrollo se están uniendo para acosarlo, sean presidentes de la antigua política o líderes de nuevos gobiernos. Hay muchos ejemplos donde unos y otros atacan al ambientalismo, calificándolo unas veces de ser demasiado radical, otras veces de ser conservador, allí lo tildan de utópico, aquí lo denuncian como una barrera al progreso.
Esto deja en claro que la discusión sobre los derechos de la Naturaleza implica desafíos mucho más profundos de lo que usualmente se acepta, involucrando una redefinición de la justicia social para ampliarla al campo ambiental, apuntando a un desarrollo postextractivista bajo nuevas prácticas políticas.
En este debate no se pueden acallar las voces de las organizaciones ciudadanas. Específicamente en el caso del encuentro en Cochabamba, cualquier discusión real sobre los derechos de la Naturaleza no sólo debe profundizar su enfoque planetario, sino que también debe nutrirse de las alertas locales, ya que desde ellas se también se genera una nueva ciudadanía ecológica. Esos y otros debates desatarán incomodidades, y no hay que temerles, ya que el alumbramiento de una nueva ética pasa por romper con viejas ideologías que están profundamente arraigadas en todos nosotros.
Los derechos de la Naturaleza implican un cambio radical sobre los estilos de desarrollo, tanto en sus escalas globales como locales. Ignorar una de esas escalas hace imposible no sólo abordar a las otras, sino que imposibilita una verdadera transformación de nuestra relación con la Naturaleza.
*Eduardo Gudynas es analista de información en CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social) – www.ambiental.net
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