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La población pide la apertura de un proceso político
democrático que cuestione el ‘neoliberalismo por sorpresa’ del presidente, que
hace lo contrario de lo que prometió en campaña.
El martes 2 de octubre, a las ocho de la tarde, Ecuador se
paralizó delante del televisor para escuchar al presidente Lenín Moreno
desgranar las principales medidas del ya anticipado “paquetazo”. Como si se
tratara de un viaje en el tiempo, concretamente una vuelta a los años noventa,
asistimos a un revival de aquel ajuste antisocial, encabezado
por el Fondo Monetario Internacional y aplicado en el marco del Consenso de
Washington, que sumió a América Latina en la conocida como “década perdida”. El
nuevo embate neoliberal que arrasa la región (véanse las reformas en Brasil y
Argentina), y que ahora se plasma en el paquetazo de Moreno, combina las
antiguas medidas con las líneas de las reformas estructurales que se
implantaron en los países de la Unión Europea (como España o Grecia),
impulsadas por la famosa Troika (de nuevo el FMI) en el “Consenso de Bruselas”.
La contestación no se ha hecho esperar; desde la tarde
del
miércoles 3 de octubre, las calles de las ciudades del país se han llenado de
manifestantes que bajo el lema “Fuera Moreno Fuera” (y otros mucho más
creativos) claman contra las medidas. Primero los transportistas, luego los
estudiantes y, junto a ellos, el movimiento feminista, la izquierda política,
múltiples organizaciones sociales, así como el movimiento indígena llenaron las
calles el jueves, en una protesta que se extendió en 20 provincias, con 230 concentraciones
y que se saldó (oficialmente) con 200 personas detenidas en todo el país.
La respuesta del Gobierno fue rápida y desproporcionada,
con un nivel de violencia inaudito. De hecho, aun antes de que las protestas
fueran masivas, el jueves por la mañana, el Gobierno decidió decretar un Estado
de excepción de 60 días. Este decreto dispone la movilización en todo el
territorio nacional de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional a efectos
de mantener el orden y “prevenir acontecimientos de violencia” y permite la
suspensión del ejercicio de la libertad de asociación y reunión y la limitación
de la libertad de tránsito. Como viene siendo habitual en los últimos tiempos
de este cambio de ciclo en América Latina, nada de esto ha sido reflejado por
los medios de comunicación, cuyas portadas han pasado de calificar la
movilización como una protesta exclusivamente de transportistas a llamar a los
manifestantes “golpistas” y vándalos. Todo lo contrario, en realidad, las
calles de Quito, como las de otras ciudades, se han llenado de personas
indignadas que se manifestaban contra un brutal ajuste antisocial.
La aplicación del ajuste ha sido la crónica de una muerte
anunciada. Las medidas, que estaban ya escritas en el acuerdo con el FMI y que
ahora se han plasmado en un borrador de proyecto de ley, pueden dividirse en
dos grandes grupos. Por un lado están las que se orientan al asalto directo a
las arcas del Estado, disminuyendo los ingresos públicos. Entre ellas se
encuentran las exenciones fiscales, las deducciones al impuesto de la renta
para grandes capitales o la amnistía fiscal. No es la primera vez que Moreno
acomete este tipo de medidas, pero ahora las lleva más lejos. Por otro lado,
las reformas se orientan directamente a la merma de derechos sociales de la
mayoría de la población, a través de dos vías fundamentales, la primera, el
adelgazamiento al máximo del Estado, con la reducción de la Administración
pública y del número de funcionarios públicos; la segunda, el recorte directo
de los derechos laborales en el ámbito público y privado. Junto a todas estas
medidas, la primera que ha entrado en vigor, la más combatida, y la que sin
duda tiene un impacto generalizado ha sido la eliminación del subsidio a los
combustibles.
Para entender el contexto en el que se implanta el
“paquetazo” es importante tener presente que, desde el inicio de su mandato, el
Gobierno ha adoptado una serie de decisiones en la línea de las anteriores,
abonando el terreno para una macrorreforma como la que ahora se anuncia. Medidas
como la precarización del trabajo sector a sector, las reformas fiscales para
reducir impuestos a los inversores extranjeros y grandes empresas –que ya han
supuesto una pérdida para las arcas del Estado del 1,2 % del PIB –, el despido
de funcionarios públicos, la supresión de ministerios u organismos de
coordinación política, la reducción de la presencia de la Administración en el
territorio, han sido aplicadas sin freno, sumiendo a Ecuador en un Estado de
reforma permanente y en un empobrecimiento progresivo. De hecho, tanto la tasa
de pobreza como la de pobreza extrema han ascendido dos puntos entre junio de
2017 y junio de 2019 y el empleo público, sostén de los servicios fundamentales
de educación y sanidad, se sitúa de nuevo en niveles de 2007.
El ajuste actual sigue el camino marcado con un objetivo
clave: la brutal devaluación del trabajo y la destrucción del Estado como
prestador de servicios públicos. De hecho, en su anuncio del martes, el
presidente abonó un discurso peligroso (no desconocido en otros países) como es
la criminalización de los funcionarios públicos. En concreto, se vanaglorió de
haber despedido a 23.000 funcionarios y de haber rebajado un 20% el salario a
cientos de ellos. En la misma línea, el jueves por la mañana el ministro de Economía
informó del despido inminente de 10.000 funcionarios. Sobre esta reducción, el
Gobierno promueve la culpabilización del funcionariado, a quien acusa de
ostentar una suerte de bienestar inmerecido, por lo que van a aplicarles una
reducción de 15 días de vacaciones y van a proceder a la confiscación de un día
de salario por cada mes (lo que equivale de facto a reducir los días de
vacaciones en el sector público de 30 a 4 y a imponer, como señalan algunos
economistas, un “impuesto” al trabajo). Además, para precarizar sobre lo ya
precarizado, los contratos temporales que se renueven en la Administración lo
harán con un 20% de reducción salarial. El objetivo de estas medidas,
reconocido en el texto del acuerdo con el FMI, es reducir los salarios del sector
público para arrastrar a la baja los del sector privado, con una doble
finalidad: aumentar la oferta de mano de obra capaz de aceptar peores
condiciones de trabajo y reducir las capacidades de los servicios públicos para
obligar a la población a acudir al sector privado. En palabras de Lenín Moreno,
“el país necesita mayor entrega de sus funcionarios en beneficio de los más
pobres”. Lo que no dice el presidente es que estas medidas se acompañan de la
reducción de impuestos para los grandes capitales.
Los trabajadores del sector privado tampoco se han librado
de las medidas de ajuste. Según el borrador del decreto que ha circulado, el
Gobierno va a lanzar nuevas modalidades de contratación temporal sin causa, que
permiten a los empresarios utilizar la temporalidad como vía fundamental de
contratación, acabando así con el principio de estabilidad en el empleo.
Además, por decreto, el Gobierno pretende reforzar los poderes del Ministerio
de Trabajo para regular las “jornadas especiales de trabajo”, es decir, la
posibilidad de trabajar durante toda la semana sin recargo salarial. Es
llamativo, por ejemplo, la clara inobservancia de los compromisos de Ecuador
con la OIT, que se plasma en la regulación del teletrabajo. Al respecto, el
borrador de decreto señala que “el empleador podrá ejercer labores de control y
dirección remoto frente al teletrabajador, salvo en las ocho horas de
descanso obligatorio, que si no han sido previamente convenidas, se
entiende que transcurren entre las 22.00 horas y las 06.00, tiempo en el que
opera el derecho a la desconexión”. La garantía de 12 horas de descanso entre
jornada y jornada pasó a la historia. Por añadidura, el decreto abre la vía a
la privatización de la Seguridad Social, haciendo más complejo el modelo de
jubilación.
Ante estas medidas, la indignación crece en el país y cada
vez son más las personas que convocan en redes a sostener la movilización. Las
consignas evolucionan y cobra forma la idea de que no basta con que se retiren
los decretazos, ni siquiera con que Lenín Moreno abandone el cargo y asuma el
poder el joven vicepresidente apoyado por las derechas y con apellido
impronunciable. Lo que la gente pide es la apertura de un proceso político
democrático donde se cuestione este “neoliberalismo por sorpresa”, traído por
un presidente que gobierna en sentido totalmente contrario al programa que
propuso en elecciones. La senda de Argentina es contagiosa y el pueblo
ecuatoriano está indignado.
*Adoración Guamán es profesora titular de
Derecho en la Universitat de València y profesora invitada en la Facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO-Ecuador.
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