Marcos Roitman Rosenmann
Queda menos de un mes y todo parece indicar que el triunfo de Hugo
Chávez no se cuestiona. Más allá de la guerra de encuestas, las cartas están
sobre la mesa. Aun así, vale la pena recapitular. Siempre hay lugar para
imprevisibles. En estas elecciones, Venezuela se juega seguir avanzando en el
proyecto popular, nacional, antimperialista y democrático iniciado en 1998.
Pero también entra en liza dar un paso de gigantes en la construcción de un
proyecto regional cuyo organigrama no contempla la presencia de Estados Unidos.
De ganar el candidato de la derecha, el proceso de involución está garantizado.
La oposición venezolana, hoy agrupada en torno a Henrique Capriles, no
encuentra la hora de acabar con todo lo que huele a Chávez y el proceso
bolivariano.
La revolución genera odio, resentimiento y desafección. Odio en la vieja
clase política, los grandes empresarios y las elites dominantes, acostumbradas
a mandar sin contrapesos. Resentimiento y desafección entre una izquierda
vulgar cuyo imaginario de cambios se afincaba en el manual de estilo de la
revolución. En este contexto combate la propuesta bolivariana. Políticas
sociales populares, inversiones públicas, redistribución de la riqueza,
nacionalizaciones, reforma agraria, acceso a la vivienda, salud, educación.
Vorágine democrática que pone en cuestión la estructura social y poder
tradicional, removiendo los cimientos de una sociedad piramidal y excluyente.
El desarrollo de la alternativa tuvo que vencer temores, convocar una
asamblea constituyente y plebiscitar el proyecto democrático. El 15 de
diciembre de 1999, por primera vez en la historia política del país, sería
aprobada, en referéndum, con 71.78 por ciento de votos afirmativos, la nueva
Constitución. Y lo hizo marcando diferencias con su predecesora, vigente desde
1961 aprobada en el seno del Parlamento, sin un refrendo popular.
La promulgación de la Carta Magna ha sido el primer triunfo de la
revolución en marcha. Sin embargo, la derecha tardará en reconocer el nuevo
marco constitucional. Pasara un lustro y entre medias, el frustrado golpe de
Estado de 2002, cuyo fin era, entre otros, aparte del magnicidio, derogar la
Constitución de 1999, cuyo fundamento la diferencia de la mayoría de las
existentes en la región, al subrayar el carácter fundante de la democracia
participativa bajo la construcción de una ciudadanía integral. Así lo destacan
dos científico-sociales venezolanos, Edgar Lander y Margarita López Maya: “La
búsqueda de la igualdad social como objetivo explícito es una de las
diferencias que tiene la actual democracia venezolana con otras democracias de
la región, y es uno de los sentidos que se le puede dar al término revolución
con que se auto-identifica esta experiencia. Es así como la Constitución de
1999, establece en su segundo artículo, los principios fundamentales de la
república: Venezuela se constituye en un Estado democrático y social de derecho
y de justicia, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico
y de su actuación la vida, la libertad, la justicia, la igualdad, la
solidaridad, la democracia, la responsabilidad social y en general la
preminencia de los derechos humanos, la ética y el pluralismo político.
Con este marco se han creado las misiones, herramienta fundamental para
resolver y definir proyectos tendentes a la inclusión, la transformación
económica y social. Asimismo, el control de los recursos naturales y
energéticos, como el petróleo, han permitido tener los fondos necesarios para
llevar a cabo las políticas redistributivas. A lo que debe sumarse, en política
exterior, el carácter antimperialista y emancipador que hunde sus raíces en el
pensamiento de los libertadores.
La revolución bolivariana marcha a contracorriente. En América Latina y
el mundo tiene enemigos que insisten en minimizar sus logros tachándolos de
populismo, sin diferenciar lo popular-nacional, la construcción de un sujeto
político autónomo, de lo que configura el populismo, un discurso obrerista, que
renegocia la dependencia y cuyo liderazgo está en manos de las burguesías
criollas que no altera la estructura de poder ni ataca las desigualdades en su
raíz. Piénsese en Berlusconi, Aznar en España, Putin en Rusia, Calderón en
México, Uribe en Colombia y Piñera en Chile.
Las políticas implantadas en Venezuela son populares ni populistas ni calla
bocas, no busca comprar votos. Es una acción tendiente a erradicar la miseria,
devolver la dignidad a un pueblo y hacerlo partícipe de su destino. Así lo
demuestran los datos económicos durante estos 10 años de cambios democráticos.
La lucha contra la desigualdad, la pobreza y marginalidad social rinden frutos.
Durante el periodo 1999-2010, la inversión social acumulada se ubica en 330 mil
millones de dólares (20 por ciento del PIB), mientras que en la década de
1988-1998 sólo alcanzó 8 por ciento. Según el Banco Mundial, la pobreza
disminuyó de 70 por ciento en 1996 a 23.9 en 2009 y la pobreza extrema se
redujo de 40 por ciento a 5.9. El índice de Gini, para medir la desigualdad, se
redujo en un punto, situándose en 0.4068, el más bajo de toda América Latina.
La tasa de desempleo no supera 6.2 por ciento y el salario mínimo pasó de 185
dólares en 1998 a 462 en 2010. En 1998 los beneficiarios del sistema de
pensiones alcanzaba a 387 mil personas, hoy suman un millón 916 mil 618, con
una pensión homologada al salario mínimo, inexistente hasta la revolución.
Igualmente el crédito a microempresarios y sectores populares ha tenido un gran
impulso. En 2011 la banca pública aumentó 50 por ciento sus fondos de
préstamos, pasando de 40 mil 200 millones de bolívares a 60 mil 346 millones.
En salud, en 2011 se realizaron 113 obras de nueva construcción, cuatro
hospitales, nueve maternidades y se incrementó en 21.1 por ciento el número de
camas. Por otro lado, la Misión Milagro, programa conjunto cubano-venezolano, cuyo
lema es una visión solidaria del mundo, que desde 2004 opera a la población de
bajos recursos en patologías oculares de cornea, cataratas, glaucomas,
oftalmología pediátrica y oncológica, ha devuelto la visión a un total
acumulado de un millón 413 mil 708 personas de casi todo los países
latinoamericanos. Venezuela tiene hoy una deuda externa saneada y sus reservas
mundiales acumuladas se han duplicado en 10 años, aproximadamente de 30 mil
millones de dólares. Pero sus logros se volatilizan en medio de una propaganda
espuria que oculta la realidad y presenta un país sumido en la violencia, el
caos y la represión. Su control sobre los medios de comunicación es abrumador.
De 111 estaciones televisivas, 61 son privadas, 13 públicas y 37 comunitarias
con alcance limitado. En las emisoras de radio AM, 87 por ciento pertenecen al
sector privado, 3 por ciento a comunitarias y 10 por ciento es pública. Y en
FM, 57 por ciento son privadas, 31 por ciento comunitarias y la minoría es
pública. Y en la prensa escrita 80 por ciento está en manos de la oposición.
Pero la imagen es la contraria.
La derecha venezolana reconoce la Constitución con la boca chica, pide
referéndum y se autodefine moderada. Su candidato, Henrique Capriles, se
presenta bajo la etiqueta de progresista y hombre de centro, a pesar de su
beligerante acción en el golpe de 2002, asaltando la embajada de Cuba, sin ir
más lejos. No olvidemos que Capriles es el representante de una amalgama de
organizaciones, más de una docena, en la cual mayoritariamente se incluyen
personas cuyo objetivo es reconquistar, para las clases dominantes
tradicionales y el capital transnacional, su poder hoy en manos del pueblo
venezolano. En conclusión, en estas elecciones se juegan dos opciones, mantener
la senda del proyecto democrático o retornar al pasado neoliberal.
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